sábado, 30 de octubre de 2010

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Mis oídos estaban concentrados en el ruido del grafito del lápiz deslizándose sobre la hoja cuadrículada de mi cuaderno. Recuerdo que estaba encerrada en mi cuarto simulando que estudiaba. Hacía frío, el día estaba soleado pero aún así a mis dedos les costaba escribir, estaban encogidos. Aún llevaba puesto los vaqueros y la camisa con la que había ido al instituto, me había enrollado al cuello dos bufandas polares, esas que guardo durante todo el año en el cajón de mi cómoda, para situaciones como esta. Aborrezco el frío, menos cuando estoy metida en la cama, acurrucada entre montones y montones de cojines y tapada por una sábana azul claro, con dos mantas encima, y agusto y calentita. Debía hacer los deberes, los ejercicios de matemáticas, pero mis dedos afligidos me lo impedían. Volví a abrir la hoja del cuaderno, en la primera estaban escritos mi nombre y mi curso, en colores fuertes, rosa chillón, amarillo fosforito, celeste fuerte, naranja... Se podía leer perfectamente Monica Scofield Bernabé, al contrario de lo que decía la profesora. En el instituto quinto grado no era difícil o eso decían los que pasaban a primer grado superior, pero claro, no era difícil si eras un genio súper inteligente, que mueven cosas con la mente y eso; o te matabas a estudiar. Empecé a pasar páginas como si mi vida fuera en ello hasta que llegué a la última del todo, la que está pegada a la carilla de atrás y que suele estar llena de garabatos y dibujitos tontos que hacemos todos en las horas más divertidas como matemáticas, biología...
-¡Mierda!- grité furiosa.
Se me habían acabado las hojas limpias del cuaderno, genial. Miré en la estantería donde guardaba los cuadernos y libros del instituto, no había ninguno.
-Sin duda alguna la suerte está hoy de mi parte- le dije a mi perrito Swölf.
Todos, todos, todos me preguntaban de dónde venía el nombre de mi perro. Cuando escuché la palabra 'swölf' me encantó y pensé inmediatamente en un perro, grande, con mucho pelo, un labrador o algo así. Entonces tendría unos ocho años y se me antojó tener un perro. Por navidades les pedí uno a mis padres, en la carta puse en bien grande y subrayado ''QUIERO UN PERRO GRANDE, QUE LE PEGUE EL NOMBRE DE SWOLF''. Pensaba que se lo había dejado claro, pero me equivocaba. El día que abrí mis regalos, ví una caja un tanto más grande de lo normal, pero dentro no es que cupiese un perro 'grande'. Abrí la caja la última, sin esperanzas de recibir un perro. Pero entonces lo vi, aquella bolita redondita y pequeñita de color canela me robó el corazón. Tenía un collarín negro con una chapita plateada en la que se podía leer Swölf. A los dos años de tener el perro me enteré de que swölf significa doce en alemán.
Cojí la chaqueta, unos guantes y me lié de nuevo las bufandas y me fui a la papelería. Otra vez de nuevo, la suerte hizo que la papelería de justo abajo de mi casa estuviera cerrada. La que quedaba más cerca estaba como a dos barrios. A parte de hacer frío empezó a hacer un viento que te llevaba, como no, helado. Todos los trozos de arena, hojas de árboles y cualquier resto que hubiera en la acera fueron a parar directamente a la pupila de mi ojo, genial. Me escocía, y no podía ver porque me frotaba el párpado intentando que todo aquello saliera de ahí. Seguía andando hacia alante, y tropecé con alguien. Un chico un poco mayor que yo y más alto, moreno con los ojos celeste claro, me pidió disculpas y siguió andando. Me pude fijar que llevaba tatuado un nombre detrás de la oreja, me pareció leer Maidie, pero no le eché mucha más cuenta y seguí hacia delante. Volvió a hacer más frío y escondí la boca y la nariz debajo de la bufanda. Percibí un olor que no me resultaba conocido, no olía a mí. La bufanda se impregnó de la colonia de aquel chico y la verdad, olía muy bien. Al fin llegué a la papelería, había una cola de mil demonios, pero esperé. Cuando pedí mi cuaderno y lo pagué salí de la tienda y para mi sorpresa estaba lloviendo. Me quedaba un buen paseo hasta mi casa. Lluvia, viento, frío... ¿qué más podía pedir?
Llegué a mi casa, solté la chaqueta y los vaqueros en la bañera porque estaban muy mojados para echarlos al lavado. Me fui a mi cuarto, solté el cuaderno en el escritorio. Estaba heladísima, congelada a más no poder, me puse el pijama, la bata y la bufanda en el cuello. Aún olía a él. Abrí el cuaderno, estaba empapado. Así que ya me véis dándole calor con el secador de pelo, página por página. Cuando terminé de hacer todo aquello eran las diez de la noche. Me puse a estudiar y hice todos los ejercicios. Miré el móvil, la una. Me quedaba solo un ejercicio pero no podía más, tenía mucho sueño, aun así me decidí a hacerlo, no recuerdo más.

...

Dicen que cuando sueñas, tu alma se separa de tu cuerpo y vuela libre. Dicen que cuando sueñas que te caes, te mueves y despiertas, tu subsconciente ha recordado el día en que naciste, pasar de estar envuelto de líquido amniótico a estar rodeado de moléculas de hidrógeno y oxígeno. También dicen que si en tu sueño aparece alguien a quien no conoces, no lo has inventado, es alguien con quien te has cruzado por la calle y te has fijado en su cara, aunque al segundo después lo olvides, o alguien a quien has visto en alguna foto y lo olvidas. Me desperté confusa, yo no solía recordar mis sueños. Pero aquella mañana solo podía recordar dos enormes ojos azules, tan profundos y penetrantes que inducen a sentir desconfianza. De un color azul que parece inventado, como si hubieras hecho una mezcla de celestes, azules, violetas y blancos y hubiera surgido aquel color tan especial. Recordaba un nombre, Maidie, y una oreja. Una oreja perfectamente formada, parecía trazada con misma delicadeza que ultiliza un pintor para pintar un cuadro. Maidie en mi cabeza, una y otra vez. También recordaba una colonia, un olor viril, aunque dulce y delicado, pero transmitía fuerza y seguridad. La alarma del móvil sonó de nuevo, me froté los ojos, me estiré y sali de la cama. Cojí unos pitillos vaqueros claros, me puse un top marrón tierra, y encima una camisa suelta blanca, con el dibujo de una Vespa. Me puse una chaqueta marrón, la bufanda y los guantes. Me calcé unas botas marrones hasta la rodilla, cojí la maleta y metí los libros. El móvil en el bolsillo con los casquitos puestos. Salí de mi casa sin hacer ruido, mi madre y mi hermano aún dormían. Caminé a paso rápido hasta la parada del bus más cercana y me senté en el banco. El autobús no tardó mucho en llegar, calculo que unos cinco minutos. Subí y me senté al final, sola. A las ocho menos cuarto, no había mucha gente en el autobús, los mismos de siempre. El conductor, ajeno a todo; una señora mayor, que siempre paraba en la parada del hospital; un señor de unos cuarenta y tantos años, negro, alto y grande, con una gran cicatriz en la parte izquierda de la cara; y yo. Llegué a la parada más cercana al instituto. Hoy iba un poco falta de tiempo, así que bajé rápido y fui casi corriendo hasta la puerta de entrada. Mi instituto estaba formado por dos edificios. Una para los estudiantes y los talleres especiales, como el de pintura, tecnología, física... Y el otro para los estudiantes, algunos departamentos de profesores, la biblioteca y una segunda y tercera planta de residencia para la gente que vivía fuera de la ciudad y estudiaba en la universidad o en algún ciclo superior. Los pasillos ya estaban vacíos, y las clases cerradas. Ese día tenía a primera hora matemáticas, y como entrara ahora me echaría la bronca del siglo. Así que no entré, el esfuerzo de ayer por el cuaderno en vano. Me senté en unas escaleras que estaban junto a mi clase, me recosté sobre la pared y saqué el cuaderno de español, para estudiar de mientras. No sabía por qué me obligaban a dar clases de español si yo ya sabía hablarlo perfectamente. Mi madre es española y mi padre es americano, y desde pequeña hablo los dos. Cuando estaban recién casados, vivían en España, pero cuando mi madre se quedó embarazada decidieron mudarse a Seatle, mejores institutos, mejor calidad de vida, por decirlo así. Repasé los verbos, algunos poemas, entre ellos el típico que sale en todos, ''Que por mayo era, por mayo''. Dejé el libro sobre el escalón, y saqué mas cosas de la maleta. Tocó el timbre y con mis nervios empecé a guardarlo todo, menos el cuaderno de español, que olvidé en el escalón. Fui a clase veloz, para no perder otra más. Las clases de la mañana pasaron y llegó el recreo, aunque no pudimos salir porque estaba lloviendo. Nos quedamos todos en la clase, y Andrew, un pintamonas, se acercó a mí para hablar. No lo soportaría una hora y media dando la lata, la profesora que nos tocaba después del descanso no había ido a trabajar. Alguien tocó la puerta. La delegada de clase y mi mejor amiga, Amanda, abrió.
-Moni, te llaman- me dijo alzando la voz.
Me levanté y me dirigí a la puerta, por el caminillo, Amanda pasó por mi lado.
-Es muy guapo- me susurró haciendo aquel gesto con las cejas que tanto adoraba.
Me extrañó más todavía que fuera un chico el que me hubiera llamado. Salí de la clase y vi en un banco sentado a un chico con mi cuaderno.
-Muchas gracias- dije un poco cortada.
-No es nada- dijo Mcon una sonrisa aquel chico.
Levantó la cabeza y le pude ver la cara. De nuevo fui hipnotizada por aquellos ojos tan azules y por aquella fragancia. Apreté el cuaderno contra mi pecho y agaché la cabeza. No quería que me reconociera, pasaría mucha verguenza si me reconocía como 'la chica que ayer por poco no me tira al suelo'.
-¿No tienes frío?- preguntó.
-Un poco, voy a entrar a ponerme la bufanda.
-Espera- contestó rápidamente -ponte la mía.
-Si me da igual...- respondí, pero me interrumpió.
-Te he visto la cara de aburrida con ese chaval, sabes que si vuelves a entrar te volverá a abasallar, ¿no?
-Si- reí un poco.
Me atreví a mirarlo y me miró, después inclinó la cabeza hacia el banco a su derecha, indicándome que me sentara. Le hice caso y me senté a su lado, en ese momento, no se por qué, suspiré.
-Vaya, vaya. ¿Señorita enamorada?
-¡Claro que no!- dije entre risas.
-No deberías avergonzarte de ello. Suena cursi, pero yo creo que el amor es importante. Dime para qué merecería la pena vivir sin amor. Mi objetivo en este momento es enamorarme, sinceramente. Me encantaría encontrar a la chica perfecta- suspiró -pero bueno...
-¿Señorito enamorado?
-No lo sé- rió, yo no dije nada -Creo que la chica perfecta se cruzó por mi camino, pero así como apareció, desapareció- debió notar mi cara extrañada -jaja. Si te digo algo, ¿me prometes que no se lo dirás a nadie?
-Claro- dije muy nerviosa.
-Confio en tí... Bueno, ayer iba por la calle, venía de la universidad y tenía prisa por llegar a mi casa. Pues iba andando despistado y me choqué con una chica... te juro que no me la puedo sacar de la cabeza.
Me quedé muda. ¿Con cuántas personas se suelen chocar por la calle la gente normal? ¿Sería yo? No, debía quitarme esa estúpida idea de la cabeza. Miraba hacia el frente, pensativo, indiferente.
-Pensaba que estudiabas aquí
Notó que cambié de tema.
-Te debo parecer un loco...
-¡No!, claro que no- dije un poco alterada.
-Ya... Pues no, no estudio aquí. Estoy en la universidad, estudiando traducción, y vivo aquí.
-¿Traducción? ¿Con qué idioma?
-En principio con español, pero creo que dejaré la carrera. Me cuesta mucho aprender español.
-Yo soy española.
Empezamos a hablar en español.
-Ah, ¿si?
-Medio española.
-Soy un negado para el español. Los verbos...- alzó la mano, la puso al revés y extendió el pulgar hacia abajo. Reí.
Dejamos de hablar en español.
-Pff, qué suerte tienes, ojalá yo supiera hablarlo. El español me gusta mucho.
-Pues si quieres, ¡te puedo ayudar!
-¿De verdad?
-¡Claro!
-¿Podrías venir esta tarde a mi apartamento y ayudarme con unas cosas?
-Supongo que sí.
-Pues es en este edificio, subes por las escaleras en las que dejaste el cuaderno y giras a la izquierda. Busca la habitación 26 y llama a la puerta.
-¡Está bien!
Miró el reloj.
-Bueno Mónica, me tengo que ir ya. Tengo clase. ¡Esta tarde nos vemos!- dijo sonriendo.
-Está bien. ¡Hasta luego!
El se fue por su camino y yo me quedé sentada en el banco, no me apetecía entrar todavía. Me puse a pensar en lo que me pondría, qué repasaríamos... Tendría que terminar rápido los deberes y eso...
-¡Mierda!
Me acerqué corriendo al pasillo por el que se había ido. Aún no se había ido de allí.
-¡Oye!
Aún no sabía su nombre. Se giró.
-Marco Paolantoni- respondió sonriendo.
-¿A qué hora?
-¿A las seis?
Alcé la mano y erguí el dedo pulgar hacia arriba, imitando su gesto de antes. Marco me dijo adiós con la mano. Se llamaba Marco, Marco Paolantoni. Parecía italiano. ¿Qué hacía un italiano en Seattle estudiando español? Me autorespondí, ¿qué hacía una española en Seattle estudiando en un instituto? Reí y entonces entré en la clase. Andrew me miraba extrañado, y Amanda me sonreía. Me senté en mi sitio, y entonces me dí cuenta de que me había quedado con la bufanda. Se la daría por la tarde. Amanda se me acercó y me preguntó sobre ese chico tan guapo que me había llamado. Andrew escuchaba atento, era poco discreto. Se lo conté a Amanda, también le conté que el día anterior me había chocado con él en la calle.
-¡Tía, eres tú! ¿No lo ves?- dijo gritando. Le tapé la boca.
-Shhh, no chilles- dije histérica -He quedado con él esta tarde, estudia español y le voy a echar una mano.
Andrew lo escuchó y se levantó bruscamente de la silla, se fue al principio de la clase.
-Este es tonto- dije. Amanda rió.
-Como eres tía- dijo riendo.